Igualiticos
Tomas Nassar [email protected] | Jueves 15 mayo, 2008

VERICUETOS
Tomás Nassar

Los revisó, me devolvió el pasaporte y, con una indiferencia sepulcral, me dijo: “la aerolínea lo ha elegido para un chequeo extraordinario de seguridad, espere ahí”, mientras retenía y marcaba con un código indescifrable mi pase de abordar.
El detalle: ahí estaba la bendita señal que acreditaba que esta vez me saqué la rifa que la aerolínea realiza entre los pasajeros de sus vuelos, para obsequiar al afortunado con un profundo y descomunal chequeo de seguridad, en combo.
Con la seriedad que procura el manual, una oficial se me acercó, recibió de manos de su colega mi pase de abordaje y sin pronunciar palabra me pidió gestualmente que la siguiera. Sin un saludo ni una sonrisa.
A lo que vinimos, pensé, mientras cruzaba por mi mente la convicción de que no hay que ser muy suertudo para ganarse ese premio. A cualquiera le pasa, pensé con resignación. No tenía por qué preocuparme, no era por mí, era solo la suerte; me tocó a mi, pero nada más. En un movimiento reflejo me vi la panza y un halo de claridad me invadió inmediatamente. Por supuesto, con semejante timba… es obvio que estos no creen que esta panza sea natural… deben pensar que se trata de un receptáculo de quién sabe qué peligrosa arma de destrucción masiva. Entonces entendí que no era sospechoso, que no estaba en la lista de indeseables peligrosos sujetos de esta aerolínea, sino que con tal abultamiento era imposible pasar inadvertido. Y con ello, me dispuse a someterme al chequeo, no sin antes mirar de reojo a los otros pasajeros para asegurarme que no ponían mucha atención en mí y mi circunstancia.
Mi equipaje de mano pasó dos veces por la máquina de rayos X. Luego de despojarme de todos mis artilugios, menos la ropa, vino el chequeo manual, incluyendo la discreta manoseada por la protuberancia abdominal, que bien podría despertar todo tipo de conjeturas. Confirmaciones visuales y táctiles y toda clase de detectores.
Recordé orgulloso que Felipe, Príncipe de Asturias, había pasado por similar entuerto en un aeropuerto y por un segundo miré a los oficiales que seguían en su labor sin deparar en como me investían, sin quererlo, de la misma casta del heredero del trono peninsular. Diay, en algo me parezco ya a Felipe; ¿o no?
Y mientras pasaba por este procedimiento de rutina, pensé en nuestros ilustres magistrados de la Corte, que se quejaron angustiados por haber sido sometidos a vejámenes indescifrables por la paca gringa, y recordé que una vez, llegando a Houston topé con un funcionario que altivo me dijo: “sabe qué, mae, lo aguanto afuera; yo tengo pasaporte diplomático” y tuve que esperarlo yo a él casi dos horas, porque de nada sirvió el documento que, pensaba él, le acreditaba como miembro de una estirpe diferente.
Los tiempos cambian y en los aeropuertos ya no hay rangos, categorías o clases. No importa el abolengo, si no que lo diga Felipe.
Hay momentos en la vida en que todos somos igualiticos: cuando nacemos, cuando morimos y cuando nos enfrentamos a la autoridad en un aeropuerto.
Abordé mi vuelo convencido de que lo mejor es sonreír y colaborar porque por más caché, nadie se escapa cuando le toca. Enojarse, frustrarse, emberrincharse, no vale la pena, el sistema no se puede cambiar y, de por sí, la vida es corta y no hay quien planche.
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